Nunca, pero menos ahora, deberíamos asombrarnos de encontrar la incomprensión, la hostilidad, el odio; la vocación cristiana por naturaleza genera escándalo, como nos enseña El Inocente. El misterio de Cristo, misterio de recapitulación de todas las cosas en él, hace que aparezca el misterio de la impiedad (1 Tm 2,7). Y éste no deja de acompañar el curso del Evangelio, tomando con el tiempo aspectos cada vez más dramáticos: *Todavía nuestro Evangelio está velado... para los incrédulos cuyo entendimiento cegó el dios de este mundo para impedir que vean brillar el resplandor del Evangelio de la Gloria de Cristo, que es imagen de Dios* (2 Cor 4,4). Al desdivinizar al mundo, el Evangelio ha permitido que se desarrolle el ateísmo: éste, en su amplitud apocalíptica sólo podía nacer en una civilización marcada por el Evangelio. Como hemos visto, el ateísmo sólo ha podido tomar su forma pública, filosófica y política en el desarrollo de la subjetividad humana que se encierra en sí misma. Así medimos mejor qué aventura es para Dios haber lanzado al hombre por el camino de la libertad y que gran responsabilidad es para los cristianos el ser responsables del rostro de Dios ante el mundo.
A decir verdad, el misterio escatológico de la impiedad amenazaría con hacer de este mundo un desierto -El desierto crece*, según la fórmula de Nietzsche- si su lógica interna no le obligara a hacer *la guerra* a los santos. Como servidor del misterio de Cristo, hace de ellos testigos, a imagen del *testigo fiel* (Ap 1,5) que *ante Poncio Pilato rindió tan solemne testimonio* (1 Tm 6,13). Está es la razón por la que, como dice san Irineo en un texto que ya hemos citado, *la Iglesia (disceminada) en todas partes, con el amor que tiene a Dios, envía por delante en todo tiempo hacia el Padre (=Cristo) multitud de mártires*.
Por envolver de este modo en sí mismo el misterio de la impiedad, el misterio de Cristo ofrece un horizonte propiamente católico, tan vasto como el mundo y su futuro.
*Se ha colocado una piedra en Sión* y nadie podrá ya hacer otra cosa que apoyarse en ella o estrellarse contra ella.
Sobre la cruz y en la Resurrección se ha pronunciado para siempre el *Sí* de Dios, el *Sí*contra el que nunca podrá hacer nada ningún *no* humano.
De este *Sí* vive la confesión apostólica de la Iglesia:
*El Espíritu y la Novia dicen: "¡Ven¡".
Y el que oiga diga: "¡Ven¡...
Dice el que da testimonio de todo esto "Si, vengo pronto"
¡Amén¡, ¡Ven, Señor Jesús¡* (Ap 22,17, 20-21).
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