La mansedumbre es la virtud “que tiene por objeto moderar la ira según la recta razón”.
Hija de la templanza, la mansedumbre nos modera los arrebatos de cólera, de furia o de ira, que se levantarán sólo en los momentos necesarios y en la medida debida. Nos permite canalizar nuestras pasiones e impulsos, no para reprimirlos, sino para sacarles provecho, ayudándonos a vencer la indignación y el enojo, (justo e injusto), y a soportar las molestias y contrariedades con serenidad, otorgándonos suavidad en el trato.
La mansedumbre no es una opción, sino que está mandado en el evangelio. Es el control sobre sí mismo, es el cómo reaccionamos ante lo que nos violenta o nos irrita. Manso es el que logra interiormente la paz, el que no se irrita gratuitamente, el que se domina, que no se altera en forma desmedida ni se descontrola aunque le sobren motivos para hacerlo. Toda la antigüedad educó en las virtudes especialmente a los guerreros, que debían ser valientes, austeros, leales, apuntando a una dimensión superior del hombre. Ya los paganos reconocían la importancia de inculcar las virtudes para mejorar y elevar la naturaleza humana. Moisés, por ejemplo, no era un hombre manso por naturaleza, pero las escuelas militares de Egipto le habían enseñado a dominarse. Aristóteles decía que la persona mansa, (que es la virtuosa), se encuentra en medio de dos extremos igualmente viciosos. El “colérico” (que se enoja por todo y no sabe ni puede medir sus acciones o sus palabras debido al desorden y el desborde de su alma ofendida), y el “impasible” (el que es incapaz de padecer ni bien ni mal, o todo le da igual). En su “Ética a Nicómaco” Aristóteles ya decía: “Cualquiera puede enojarse. Eso es algo muy sencillo. Pero enojarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y en el modo correcto, eso ciertamente no resulta tan sencillo”.
Comúnmente se asocia a la mansedumbre con la timidez, la debilidad y la falta de carácter, pero la mansedumbre no significa debilidad, por más que esté adornada de bondad, paciencia y comprensión. La mansedumbre es la virtud de los fuertes que saben dominarse en aras de un bien mayor, los que saben soportar con paciencia las contrariedades y tienen dominio de sí por sobre las pasiones desordenadas y los impulsos violentos. Es una virtud muy importante que lima las asperezas cotidianas y contribuye enormemente a la armonía y a la paz familiar. Tiene mucho de paciencia y de fortaleza interior. El débil generalmente actúa con violencia para que no se descubra su debilidad (fruto muchas veces de su inseguridad). El débil llega a ser a veces duro y dominante con los débiles, pero cede ante los poderosos y se enoja sin motivo para demostrar una fortaleza que no tiene. El manso, al contrario, se domina, medita y frena sus reacciones hasta que el autocontrol se hace hábito y por lo tanto virtud.
La mansedumbre es la virtud de los pacíficos, que son valientes sin violencia, que son fuertes sin ser duros. Los pacíficos son contrarios a la violencia innecesaria, a las guerras injustas, a la agresividad como sistema de comunicación, a la brutalidad y a la crueldad. Pero no son cobardes, es la fuerza apacible y serena de los que logran dominar su temperamento y modelar su carácter y reaccionan sólo cuando hace falta. Dicen que la música amansa a las fieras, pero no toda la música. La paz se percibe al oír a Schubert y no a Wagner, que enardecía a las multitudes nazis. La virtud de la mansedumbre debe estar en el justo término medio. Debiera ser como una cumbre entre dos valles, como el punto culminante entre dos precipicios: el de la cólera irascible y el de la sumisión servil.
La virtud es un hábito y los hábitos no se logran sino con actos frecuentemente reiterados. No basta abstenerse de acciones provocadas por la pasión de la ira para tener mansedumbre: es preciso además repetir con frecuencia actos de esa virtud en circunstancias propias para encender la ira. Huir del vicio es caminar hacia la virtud, pero no es propiamente la virtud. No es nada del otro mundo que alguien sea manso, sin que haya nada que lo irrite, ofenda o contradiga. Al contrario, sería muy extraño que se mostrara áspero y enojadizo en cuanto se le rodee de contemplaciones, cortesías y miramientos. Las abejas clavan el aguijón a los que las irritan, pero son inofensivas para quienes, alrededor de la colmena, procuran no alborotarlas. El gato esconde sus uñas para jugar con el que le acaricia, pero hay que ver cómo se las enseña a los que lo maltratan.
La mansedumbre se gana con la lucha diaria contra uno mismo. “No digas “Es mi genio así... son cosas de mi carácter. Son cosas de tu falta de carácter” nos recuerda Monseñor Escrivá de Balaguer en “Camino”. De ahí que haya personas que parecen de carácter muy apacible mientras todos les llevan la corriente, pero no bien se los contradice uno se da cuenta el fuego que hay debajo de las cenizas. Por desgracia, los espíritus poco expertos en las cosas de Dios no alcanzamos a entender esta verdad y ponemos la virtud en una calma y serenidad sin escollos ni combates. Creemos que estamos bien cuando no hay conflictos porque no los enfrentamos, lo cual es falso. Tal ignorancia es un peligro serio y puede resultarnos funestísimo. Nos hace considerar como obstáculo para la perfección lo que es un medio necesario, (probar nuestra mansedumbre soportando los defectos del prójimo), y nos induce a faltas de caridad por escandalizarnos de sus defectos. De ahí que: “No es extraño” dice San Francisco de Sales “que un religioso sea manso y cometa pocas faltas cuando nada hay que pueda enojarle o probar su paciencia. Cuando me dicen: “He aquí un religioso santo, enseguida pregunto: ¿Ejerce algún cargo en la comunidad? Si me responden negativamente, poco admiro semejante santidad, pues hay gran diferencia entre la virtud de ese religioso y la del que haya sido probado, ora interiormente por tentaciones, ora exteriormente por las contradicciones que se le hacen aguantar.
La virtud sólida no se adquiere nunca en tiempos de paz, mientras no hay contrariedad de las tentaciones”.
Esto, en la vida cotidiana nos exige a esforzarnos en dominarnos y no montar en cólera si nuestro hermano perdió (por primera vez y sin querer) las llaves de la moto, si nos sacó la raqueta de tenis sin pedirnos permiso (porque teníamos el celular apagado), si nos usó el buzo que más nos gusta (porque salió por primera vez con la chica que le gustaba) y lo dejó en un auto ajeno, si nos contestó mal porque está alterado y nervioso porque rendía al día siguiente una materia que le podía costar el año.
Debemos ser mansos ante las ofensas hechas hacia nuestra persona (si pensamos en sacar un bien mayor soportándolas). Ahora, si el ofendido es Dios, Su Madre o la Iglesia, cabe la furia y el látigo. Podemos y hasta debemos tener una santa ira cuando las ofensas van dirigidas a Dios. Ahí no cabe la mansedumbre, ahí prima otra virtud, la virtud de piedad que exige nuestro testimonio y nos obliga a salir en defensa de Dios como sus hijos que somos. En algunas ocasiones, se impone la santa ira, y renunciar a ella en estos casos sería faltar a la justicia o a la caridad, que son virtudes más importantes que la mansedumbre. El mismo Cristo, modelo incomparable de mansedumbre, arrojó con el látigo a los profanadores del Templo. Nuestro Señor no perdió la virtud de la mansedumbre. Sólo manifestó las prioridades y lo que la justicia exigía, defender ante todo los derechos de su Padre. La ira a veces es necesaria para que, utilizada de manera conveniente, permita el ejercicio de otras virtudes cristianas.
La tolerancia es un problema intelectual. Surge de un planteo intelectual y moral. Es por el mandato de amar al prójimo que toleramos sus defectos, como el prójimo está llamado a tolerar los nuestros. En lo que no estoy de acuerdo, lo tolero. Nada de voces intempestivas, de gritos desacompasados, de amenazas furibundas. En cambio la mansedumbre hace que domine mi propio temperamento hasta un punto en que no se note lo que me altera y lo que no. La mansedumbre controla nuestras pasiones para encauzarlas oportunamente y bien. Lo que generalmente ocurre es que es muy fácil equivocarse en discernir si los motivos de nuestra ira son justos o si no lo son, y cuando nos habremos excedido. Nuestro Señor se presentó como “manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29) y más adelante nos recuerda: “Bienaventurados los mansos porque ellos heredaran la tierra” (Mateo 5, 4) lo cual nos marca este camino como necesario para encontrar la paz del corazón. “Con sus apóstoles, Nuestro señor sufre sus mil impertinencias, su ignorancia, su egoísmo, su incomprensión. Les instruye gradualmente, sin exigirles demasiado pronto una perfección superior a sus fuerzas. Les defiende de las acusaciones de los fariseos, pero les reprende cuando tratan de apartarle los niños o cuando piden fuego del cielo para castigar a un pueblo. Reprende a Pedro su ira en el huerto, pero le perdona fácilmente su triple negación, que le hace reparar con tres manifestaciones de amor. Les aconseja la mansedumbre para con todos, perdonar hasta setenta veces siete (es decir, siempre), ser sencillos como palomas, corderos en medio de lobos, devolver bien por mal, ofrecer la otra mejilla a quien les hiera en una de ellas, dar su capa y su túnica antes que andar con pleitos y rogar por los mismos que les persiguen y maldicen...” “Con las turbas, les habla con dulzura y serenidad. No apaga la mecha que todavía humea, ni quiebra del todo la caña ya cascada. Ofrece a todos el perdón y la paz, multiplica las parábolas de la misericordia, bendice y acaricia a los niños, abre Su Corazón de par en par para que encuentren en El alivio y reposo todos los que sufren, oprimidos por las tribulaciones de la vida.
Con los pecadores, extrema hasta lo increíble su dulzura y mansedumbre. Perdona en el acto a la Magdalena, a la adúltera, a Zaqueo, a Mateo el publicano. A fuerza de bondad y delicadeza convierte a la samaritana. Como Buen Pastor va en busca de la oveja extraviada y se la pone gozoso sobre los hombros y hace al hijo pródigo una acogida tan cordial que levanta la envidia de su hermano. No ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia. Ofrece el perdón al mismo Judas, a quien trata con el dulce nombre de amigo, perdona al buen ladrón y muere en lo alto de la cruz perdonando y excusando a sus verdugos”. (2) En un espíritu manso, apacible, tranquilo, calmo, sosegado, sin turbación moral, fruto de un dominio interior, de una vida espiritual florecerá la serenidad. Esta serenidad que debiéramos irradiar en nuestro trato con el prójimo, es fruto del dominio y mortificación interior, de ser conscientes de sabernos en manos de Dios y no de un destino ciego y caprichoso. A la mansedumbre y a la serenidad se oponen la ira o iracundia, el espíritu indomable, el griterío, la blasfemia, la injuria y la riña.
En nuestra sociedad moderna, la revolución anticristiana ha impuesto adrede el desprecio por la mansedumbre y la serenidad. Estas virtudes también han desaparecido en nuestra sociedad, que ya no cuenta con Dios como eje de su vida. La subordinación a cualquier autoridad ha puesto en su lugar un espíritu rebelde e indomable en todos los órdenes, con la violencia y la insubordinación como la propuesta a seguir. Violencia en todas las manifestaciones de la cultura. En la música, en el cine, en la pintura, en la escultura, a través del culto de lo feo, de lo deforme, en contraposición a Dios cuyo atributo es la Belleza. Violencia en la ambición exacerbada y desmedida por tener. Violencia en las agresiones verbales de las conversaciones. En el trato diario entre las personas, en los gestos, en los modos, en las poses que tomamos hasta para vender un producto en una propaganda de una revista (en cómo nos sentamos, caminamos o miramos). Hay una forma violenta hasta de mirar, con desafío, insolente, una forma de sostener la mirada que es más una provocación que simple curiosidad. El sabio consejo de bajar la vista (que nos daban nuestros mayores en épocas más cristianas) no sólo nos protegía de ver muchas veces lo que no debíamos, sino que nos evitaban de meternos en problemas más serios. El sostener la mirada no sólo es un desafío sino que implica una provocación “a más” Violencia es la forma agresiva de vestirnos o de mostrarnos semidesnudos. Violencia son las injusticias diarias en todos los órdenes de la vida. Este clima de violencia, sumado a nuestra falta de virtud en general, nos lleva a una sociedad en donde la mansedumbre y la serenidad brillan por su ausencia porque se nos presentan como carentes de sentido.
Esta violencia está impuesta diabólicamente desde los dibujitos animados para niños en donde todo es pelea, choque, agresividad y fealdad. El cine, la televisión e internet (en gran parte al servicio de la revolución) presentan a la juventud como héroes o modelos a seguir a personajes totalmente opuestos a la mansedumbre y la serenidad. En su gran mayoría son histéricos, excitados, descontrolados, que toman decisiones jamás calmos sino siempre exacerbados, en situaciones límites y llenos de adrenalina. Todo esto es enfermo, es lo opuesto de la actitud sana de la persona que toma las decisiones como se debe con el juicio sereno, manso y tranquilo.
Autor: Marta Arrechea Harriet de Olivero
Fuente: Catholic.net
Hija de la templanza, la mansedumbre nos modera los arrebatos de cólera, de furia o de ira, que se levantarán sólo en los momentos necesarios y en la medida debida. Nos permite canalizar nuestras pasiones e impulsos, no para reprimirlos, sino para sacarles provecho, ayudándonos a vencer la indignación y el enojo, (justo e injusto), y a soportar las molestias y contrariedades con serenidad, otorgándonos suavidad en el trato.
La mansedumbre no es una opción, sino que está mandado en el evangelio. Es el control sobre sí mismo, es el cómo reaccionamos ante lo que nos violenta o nos irrita. Manso es el que logra interiormente la paz, el que no se irrita gratuitamente, el que se domina, que no se altera en forma desmedida ni se descontrola aunque le sobren motivos para hacerlo. Toda la antigüedad educó en las virtudes especialmente a los guerreros, que debían ser valientes, austeros, leales, apuntando a una dimensión superior del hombre. Ya los paganos reconocían la importancia de inculcar las virtudes para mejorar y elevar la naturaleza humana. Moisés, por ejemplo, no era un hombre manso por naturaleza, pero las escuelas militares de Egipto le habían enseñado a dominarse. Aristóteles decía que la persona mansa, (que es la virtuosa), se encuentra en medio de dos extremos igualmente viciosos. El “colérico” (que se enoja por todo y no sabe ni puede medir sus acciones o sus palabras debido al desorden y el desborde de su alma ofendida), y el “impasible” (el que es incapaz de padecer ni bien ni mal, o todo le da igual). En su “Ética a Nicómaco” Aristóteles ya decía: “Cualquiera puede enojarse. Eso es algo muy sencillo. Pero enojarse con la persona adecuada, en el grado exacto, en el momento oportuno, con el propósito justo y en el modo correcto, eso ciertamente no resulta tan sencillo”.
Comúnmente se asocia a la mansedumbre con la timidez, la debilidad y la falta de carácter, pero la mansedumbre no significa debilidad, por más que esté adornada de bondad, paciencia y comprensión. La mansedumbre es la virtud de los fuertes que saben dominarse en aras de un bien mayor, los que saben soportar con paciencia las contrariedades y tienen dominio de sí por sobre las pasiones desordenadas y los impulsos violentos. Es una virtud muy importante que lima las asperezas cotidianas y contribuye enormemente a la armonía y a la paz familiar. Tiene mucho de paciencia y de fortaleza interior. El débil generalmente actúa con violencia para que no se descubra su debilidad (fruto muchas veces de su inseguridad). El débil llega a ser a veces duro y dominante con los débiles, pero cede ante los poderosos y se enoja sin motivo para demostrar una fortaleza que no tiene. El manso, al contrario, se domina, medita y frena sus reacciones hasta que el autocontrol se hace hábito y por lo tanto virtud.
La mansedumbre es la virtud de los pacíficos, que son valientes sin violencia, que son fuertes sin ser duros. Los pacíficos son contrarios a la violencia innecesaria, a las guerras injustas, a la agresividad como sistema de comunicación, a la brutalidad y a la crueldad. Pero no son cobardes, es la fuerza apacible y serena de los que logran dominar su temperamento y modelar su carácter y reaccionan sólo cuando hace falta. Dicen que la música amansa a las fieras, pero no toda la música. La paz se percibe al oír a Schubert y no a Wagner, que enardecía a las multitudes nazis. La virtud de la mansedumbre debe estar en el justo término medio. Debiera ser como una cumbre entre dos valles, como el punto culminante entre dos precipicios: el de la cólera irascible y el de la sumisión servil.
La virtud es un hábito y los hábitos no se logran sino con actos frecuentemente reiterados. No basta abstenerse de acciones provocadas por la pasión de la ira para tener mansedumbre: es preciso además repetir con frecuencia actos de esa virtud en circunstancias propias para encender la ira. Huir del vicio es caminar hacia la virtud, pero no es propiamente la virtud. No es nada del otro mundo que alguien sea manso, sin que haya nada que lo irrite, ofenda o contradiga. Al contrario, sería muy extraño que se mostrara áspero y enojadizo en cuanto se le rodee de contemplaciones, cortesías y miramientos. Las abejas clavan el aguijón a los que las irritan, pero son inofensivas para quienes, alrededor de la colmena, procuran no alborotarlas. El gato esconde sus uñas para jugar con el que le acaricia, pero hay que ver cómo se las enseña a los que lo maltratan.
La mansedumbre se gana con la lucha diaria contra uno mismo. “No digas “Es mi genio así... son cosas de mi carácter. Son cosas de tu falta de carácter” nos recuerda Monseñor Escrivá de Balaguer en “Camino”. De ahí que haya personas que parecen de carácter muy apacible mientras todos les llevan la corriente, pero no bien se los contradice uno se da cuenta el fuego que hay debajo de las cenizas. Por desgracia, los espíritus poco expertos en las cosas de Dios no alcanzamos a entender esta verdad y ponemos la virtud en una calma y serenidad sin escollos ni combates. Creemos que estamos bien cuando no hay conflictos porque no los enfrentamos, lo cual es falso. Tal ignorancia es un peligro serio y puede resultarnos funestísimo. Nos hace considerar como obstáculo para la perfección lo que es un medio necesario, (probar nuestra mansedumbre soportando los defectos del prójimo), y nos induce a faltas de caridad por escandalizarnos de sus defectos. De ahí que: “No es extraño” dice San Francisco de Sales “que un religioso sea manso y cometa pocas faltas cuando nada hay que pueda enojarle o probar su paciencia. Cuando me dicen: “He aquí un religioso santo, enseguida pregunto: ¿Ejerce algún cargo en la comunidad? Si me responden negativamente, poco admiro semejante santidad, pues hay gran diferencia entre la virtud de ese religioso y la del que haya sido probado, ora interiormente por tentaciones, ora exteriormente por las contradicciones que se le hacen aguantar.
La virtud sólida no se adquiere nunca en tiempos de paz, mientras no hay contrariedad de las tentaciones”.
Esto, en la vida cotidiana nos exige a esforzarnos en dominarnos y no montar en cólera si nuestro hermano perdió (por primera vez y sin querer) las llaves de la moto, si nos sacó la raqueta de tenis sin pedirnos permiso (porque teníamos el celular apagado), si nos usó el buzo que más nos gusta (porque salió por primera vez con la chica que le gustaba) y lo dejó en un auto ajeno, si nos contestó mal porque está alterado y nervioso porque rendía al día siguiente una materia que le podía costar el año.
Debemos ser mansos ante las ofensas hechas hacia nuestra persona (si pensamos en sacar un bien mayor soportándolas). Ahora, si el ofendido es Dios, Su Madre o la Iglesia, cabe la furia y el látigo. Podemos y hasta debemos tener una santa ira cuando las ofensas van dirigidas a Dios. Ahí no cabe la mansedumbre, ahí prima otra virtud, la virtud de piedad que exige nuestro testimonio y nos obliga a salir en defensa de Dios como sus hijos que somos. En algunas ocasiones, se impone la santa ira, y renunciar a ella en estos casos sería faltar a la justicia o a la caridad, que son virtudes más importantes que la mansedumbre. El mismo Cristo, modelo incomparable de mansedumbre, arrojó con el látigo a los profanadores del Templo. Nuestro Señor no perdió la virtud de la mansedumbre. Sólo manifestó las prioridades y lo que la justicia exigía, defender ante todo los derechos de su Padre. La ira a veces es necesaria para que, utilizada de manera conveniente, permita el ejercicio de otras virtudes cristianas.
La tolerancia es un problema intelectual. Surge de un planteo intelectual y moral. Es por el mandato de amar al prójimo que toleramos sus defectos, como el prójimo está llamado a tolerar los nuestros. En lo que no estoy de acuerdo, lo tolero. Nada de voces intempestivas, de gritos desacompasados, de amenazas furibundas. En cambio la mansedumbre hace que domine mi propio temperamento hasta un punto en que no se note lo que me altera y lo que no. La mansedumbre controla nuestras pasiones para encauzarlas oportunamente y bien. Lo que generalmente ocurre es que es muy fácil equivocarse en discernir si los motivos de nuestra ira son justos o si no lo son, y cuando nos habremos excedido. Nuestro Señor se presentó como “manso y humilde de corazón” (Mateo 11,29) y más adelante nos recuerda: “Bienaventurados los mansos porque ellos heredaran la tierra” (Mateo 5, 4) lo cual nos marca este camino como necesario para encontrar la paz del corazón. “Con sus apóstoles, Nuestro señor sufre sus mil impertinencias, su ignorancia, su egoísmo, su incomprensión. Les instruye gradualmente, sin exigirles demasiado pronto una perfección superior a sus fuerzas. Les defiende de las acusaciones de los fariseos, pero les reprende cuando tratan de apartarle los niños o cuando piden fuego del cielo para castigar a un pueblo. Reprende a Pedro su ira en el huerto, pero le perdona fácilmente su triple negación, que le hace reparar con tres manifestaciones de amor. Les aconseja la mansedumbre para con todos, perdonar hasta setenta veces siete (es decir, siempre), ser sencillos como palomas, corderos en medio de lobos, devolver bien por mal, ofrecer la otra mejilla a quien les hiera en una de ellas, dar su capa y su túnica antes que andar con pleitos y rogar por los mismos que les persiguen y maldicen...” “Con las turbas, les habla con dulzura y serenidad. No apaga la mecha que todavía humea, ni quiebra del todo la caña ya cascada. Ofrece a todos el perdón y la paz, multiplica las parábolas de la misericordia, bendice y acaricia a los niños, abre Su Corazón de par en par para que encuentren en El alivio y reposo todos los que sufren, oprimidos por las tribulaciones de la vida.
Con los pecadores, extrema hasta lo increíble su dulzura y mansedumbre. Perdona en el acto a la Magdalena, a la adúltera, a Zaqueo, a Mateo el publicano. A fuerza de bondad y delicadeza convierte a la samaritana. Como Buen Pastor va en busca de la oveja extraviada y se la pone gozoso sobre los hombros y hace al hijo pródigo una acogida tan cordial que levanta la envidia de su hermano. No ha venido a llamar a los justos, sino a los pecadores a penitencia. Ofrece el perdón al mismo Judas, a quien trata con el dulce nombre de amigo, perdona al buen ladrón y muere en lo alto de la cruz perdonando y excusando a sus verdugos”. (2) En un espíritu manso, apacible, tranquilo, calmo, sosegado, sin turbación moral, fruto de un dominio interior, de una vida espiritual florecerá la serenidad. Esta serenidad que debiéramos irradiar en nuestro trato con el prójimo, es fruto del dominio y mortificación interior, de ser conscientes de sabernos en manos de Dios y no de un destino ciego y caprichoso. A la mansedumbre y a la serenidad se oponen la ira o iracundia, el espíritu indomable, el griterío, la blasfemia, la injuria y la riña.
En nuestra sociedad moderna, la revolución anticristiana ha impuesto adrede el desprecio por la mansedumbre y la serenidad. Estas virtudes también han desaparecido en nuestra sociedad, que ya no cuenta con Dios como eje de su vida. La subordinación a cualquier autoridad ha puesto en su lugar un espíritu rebelde e indomable en todos los órdenes, con la violencia y la insubordinación como la propuesta a seguir. Violencia en todas las manifestaciones de la cultura. En la música, en el cine, en la pintura, en la escultura, a través del culto de lo feo, de lo deforme, en contraposición a Dios cuyo atributo es la Belleza. Violencia en la ambición exacerbada y desmedida por tener. Violencia en las agresiones verbales de las conversaciones. En el trato diario entre las personas, en los gestos, en los modos, en las poses que tomamos hasta para vender un producto en una propaganda de una revista (en cómo nos sentamos, caminamos o miramos). Hay una forma violenta hasta de mirar, con desafío, insolente, una forma de sostener la mirada que es más una provocación que simple curiosidad. El sabio consejo de bajar la vista (que nos daban nuestros mayores en épocas más cristianas) no sólo nos protegía de ver muchas veces lo que no debíamos, sino que nos evitaban de meternos en problemas más serios. El sostener la mirada no sólo es un desafío sino que implica una provocación “a más” Violencia es la forma agresiva de vestirnos o de mostrarnos semidesnudos. Violencia son las injusticias diarias en todos los órdenes de la vida. Este clima de violencia, sumado a nuestra falta de virtud en general, nos lleva a una sociedad en donde la mansedumbre y la serenidad brillan por su ausencia porque se nos presentan como carentes de sentido.
Esta violencia está impuesta diabólicamente desde los dibujitos animados para niños en donde todo es pelea, choque, agresividad y fealdad. El cine, la televisión e internet (en gran parte al servicio de la revolución) presentan a la juventud como héroes o modelos a seguir a personajes totalmente opuestos a la mansedumbre y la serenidad. En su gran mayoría son histéricos, excitados, descontrolados, que toman decisiones jamás calmos sino siempre exacerbados, en situaciones límites y llenos de adrenalina. Todo esto es enfermo, es lo opuesto de la actitud sana de la persona que toma las decisiones como se debe con el juicio sereno, manso y tranquilo.
Autor: Marta Arrechea Harriet de Olivero
Fuente: Catholic.net
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