domingo, 20 de mayo de 2012

AUTENTICIDAD DE ESPIRITU




En el momento actual de la Iglesia asistimos a una renovación carismática, en cuyo origen podemos señalar las orientaciones del concilio Vaticano II. Este concilio prestó particular atención a la dimensión carismática de la Iglesia, recalcando la acción del Espíritu Santo en muchos aspectos. En algunos pasajes recalcaba particularmente la libertad, con la que según sus designios, comunica a cada hombre en particular directamente la aptitud y prontitud para un servicio de utilidad y enriquecimiento espiritual de la Iglesia, siempre en conexión con la autoridad jerárquica de la misma, a la que corresponde juzgar de la autenticidad del pretendido carisma y de la oportunidad y condiciones de su recto ejercicio.

En un capítulo precedente hablábamos de la dimensión edificante y apostólica de la vida cristiana, que hay que cuidar solícitamente en el trabajo de dirección 9. En el director es necesaria una postura abierta y libre, para que sin partidismos asista al dirigido en su determinación del servicio apostólico al que Dios le llama. El servicio eclesial estable, para el que Dios ha dotado al dirigido y al que Dios le invita, constituye su carisma en la Iglesia 10. En su función subsidiaria e instrumental, el director debe ayudar al reconocimiento de ese carisma, a su preparación y a su ejercicio espiritual.

El discernimiento del carisma por parte del director es función distinta del discernimiento que corresponde a la autoridad jerárquica; ni confiere una aprobación jurídica. Es un caso concreto del discernimiento del espíritu de una persona. Como dirección predominante y permanente, ese espíritu puede inclinar habitualmente a una forma de vida espiritual con el predominio en ella de determinados matices. Es lo que hemos llamado espíritu de una persona. Y puede inclinar también a una forma de servicio a la Iglesia en fuerza de unas aptitudes que para ello tiene esa persona y los impulsos correspondientes del espíritu bueno. Es el carisma, y puede impulsar también a una forma de vida cristiana que constituye un estado de vida vocacional .


1. Examen y purificación del carisma

Entre las funciones que debe ejercitar el sacerdote, el concilio Vaticano II enuncia la ayuda válida prestada a los fieles para que vivan su propia misión en la Iglesia:

«Toca a los sacerdotes... cuidar, por sí o por otros, que cada uno de los fieles sea llevado a cultivar su propia vocación según el Evangelio, a la caridad sincera y operante y a la libertad con que Cristo nos liberó. Sean instruidos a no vivir sólo para sí, sino que, según las exigencias evangélicas, cada uno administre la gracia como la ha recibido, y así todos cumplan cristianamente sus deberes en la comunidad de los hombres». «Probando si los espíritus son de Dios, descubran con sentido de fe los multiformes carismas de los seglares, humildes o altos; reconózcanlos con gozo, foméntenlos con diligencia» 12.

Esta función recomendada por el concilio se ejercita de manera particular en el ministerio de la dirección espiritual.

Se trata de discernir un doble hecho:

a) que existe la aptitud;
b) que el espíritu que así le indina es auténticamente de Dios. Esto último es lo que viene a decir San Pablo cuando, tratando de la variedad de carismas y sus clases, enseña (1 Cor 12-13) que lo fundamental en ellos y la garantía de su autenticidad está en que broten de la caridad y se ejerciten bajo su impulso 13

La ayuda de la dirección se encamina, sobre todo, a examinar la bondad del espíritu, aunque a veces puede contribuir útilmente a reconocer las aptitudes mismas. Hay que ayudar también a que el dirigido, en su ejercicio, proceda siempre con mayor limpieza espiritual.

Ordinariamente, el planteamiento de la cuestión tiene su origen en que el dirigido siente inclinación estable a un servició determinado de la Iglesia. No es que el director se lo busque o lo provoque. Entonces se trata de examinar si esa inclinación estable ofrece garantías de ser espíritu bueno en el cuadro de su vida espiritual.

En general, los criterios y caminos son los que hemos expuesto cuando hemos tratado del discernimiento del espíritu de una persona 14.

Las orientaciones allí desarrolladas son válidas para el discernimiento del carisma y probablemente suficientes. Con atención especial a los carismas, podríamos subrayar particularmente algunos aspectos allí contenidos, pero que en el caso del carisma tienen especial relieve y aplicación. Hay que notar únicamente que este trabajo de discernimiento sólo se ejercita legítimamente sobre quien abre su espíritu para que el director le ayude a la luz de la conciencia abierta. Fuera de este caso, hay que mirar bien si toca a la persona ejercitar un discernimiento poniéndose a juzgar a las personas sobre quien nadie le ha constituido juez.

San Juan y San Pablo coinciden en un criterio fundamental para discernir el espíritu bueno, el carisma auténtico cristiano: la limpidez de la doctrina, la confesión de Cristo Hijo de Dios y verdadero hombre. No puede ser carisma auténtico el que niega, en fuerza de su mismo espíritu, lo que es doctrina revelada, contenido de la fe de la Iglesia (Rom 12,6; 2 Tim 3,13-16; 1 Jn 4,1-3).

San Pablo, escribiendo a los Corintios, después de hablar de la diversidad de los carismas que proceden de un mismo Espíritu, pasa a hablar de la caridad y de sus cualidades maravillosas. No es una digresión para volver luego de nuevo a los carismas. Al insistir en que la caridad es paciente, benigna, no se hincha, no busca sus propios intereses, está dando los criterios del carisma auténtico, porque son los signos del espíritu bueno o de la caridad verdadera. Lo mismo obtenemos si comparamos este pasaje con la carta a los Gálatas (5,23ss), en que San Pablo desarrolla los frutos del Espíritu bueno en nosotros y recalca la dimensión espiritual de la relación social del cristiano: bondad, cordialidad, comprensión. Es la dimensión social de la presencia del espíritu bueno en el hombre.

El carisma verdadero no es autosuficiente y seguro de sí mismo. Es una de las señales más reconocibles. El Espíritu mueve a la realización de algo hacia lo que se siente internamente movido en tensión humilde. El carisma, sobre todo cuando es de actuación eclesial notable y puesta ante las miradas de las multitudes, lleva consigo la tensión de quien debe realizar una misión que siente superior a sus fuerzas y que al mismo tiempo no es realización de sí mismo. No hay autosuficiencia. Hay serenidad habitual en el fondo, incluso con momentos de oscuridad y titubeo de la propia misión. No tiene certeza absoluta ni perdurante. Es consciente de que el carisma puede convertirse en pseudocarisma si pierde la actitud de docilidad y se convierte en afirmación autosuficiente de sí mismo para el propio provecho, el propio prestigio, la propia gloria e independencia. El constitutivo interior del carisma es la blandura y docilidad al Espíritu, cuyo cooperador es siempre. Carisma, en sentido estricto, quiere decir, esencialmente, hombre en escucha.

Esa actitud auténtica comporta ciertos aspectos respecto de sí mismo, respecto de la Iglesia jerárquica, respecto de los demás.

Respecto de sí mismo, el carisma verdadero le mantiene en humildad, porque no es título de propia realización. El carisma se reconoce como don recibido que impone una fuerte responsabilidad, sin que su cumplimiento derive en gloria de la persona. Suele ser ya signo negativo el regodearse en el carisma, el detenerse reflejamente en él como timbre de gloria, el blandirlo como reivindicación ante la Iglesia institucional, como timbre de gloria que se pone en comparación y contraste con otras misiones en la Iglesia, como una compensación de amor propio. Es entonces cuando el carismático que desprecia e ignora la autoridad, pretende erigirse él mismo en autoridad, imponiéndose por título de carisma. La aparición de rasgos en este sentido manifiesta síntomas de mixtificación e impureza del carisma.

El carisma auténtico lleva también un sentido de disponibilidad, docilidad, en blandura interior, sin rigidez. La rigidez es siempre manifestación de alguna forma de egoísmo; el Espíritu nunca es rígido. Esa docilidad lleva consigo una paz profunda incluso en actuaciones que a veces son difíciles.

Siendo obra de la caridad, el carisma lleva consigo la condición primaria de la caridad, que es salir de sí mismo y no buscar el propio interés.

Respecto de la Iglesia jerárquica, el carisma auténtico mantiene una disposición habitual, un espíritu de fe sincera, con la consiguiente sumisión amorosa y pronta 15. La postura es clara a la luz de la fe. Si se admite que el Espíritu Santo asiste a la Iglesia jerárquica a pesar de sus limitaciones, y ahora suponemos que es el mismo Espíritu Santo el que está asistiendo al carisma a pesar también de sus limitaciones, es demasiado evidente que el Espíritu tiene que infundir profunda caridad y cordialidad entre ambos conforme a la función de cada uno. Consiguientemente, será contraindicación de espíritu bueno toda postura interior o disposición de rebelión radical, de resentimiento, de odio, aun en casos en que esté convencido fundadamente de la necesidad de una actuación transformadora eficaz. Toda acción carismática irá llevada por amor y respeto sumiso a la Iglesia jerárquica. El carisma auténtico excluye la postura previa de oposición y mantiene la actitud de colaboración valiente, humilde e inteligente.

El carisma auténtico reconoce su propio lugar en el misterio de la Iglesia y actúa con lealtad, claridad, respeto y humildad en todas sus intervenciones, aun las más innovadoras. En tono de sumisión amorosa a Cristo en sus pastores, sin servilismos personales, pero pronto a seguir toda orientación del Espíritu, que le conduce por el instrumento de su Iglesia 16.

Respecto de los demás, el carisma auténtico es cordial, benigno, comprensivo. Lejos de querer imponer exclusivamente su propio camino. Sin coacciones ni presiones. Como aportación humilde a la Iglesia en la sencillez de su espíritu. San Pablo recalca el mutuo respeto de unos miembros a otros, de unos carismas a otros. Más aún: el espíritu auténtico hace al cristiano interiormente dócil para acoger la invitación que el mismo Espíritu le dirige a través de los que tienen carisma diverso al suyo.


2. Examen y maduración de la vocación

En el discernimiento y proceso madurativo de su vocación, toca también a la dirección espiritual ayudar al dirigido a la práctica del consejo de vida evangélica, esto es, a la profesión de la pura vida espiritual (cf. Mt 19,16-30; Me 10,17-31; Le 18,18-30).

La vocación es carisma de características particulares: abarca todo el estado de la vida. El carisma, no necesariamente. Sin cambiar el estado de vida, en un mismo estado, pueden darse carismas distintos: de lenguas, de profecía, de hospitalidad. Toda vocación es, pues, cansina; pero no todo carisma es vocación. La vocación implica un carisma que se refiere a la postura personal total del sujeto ante el misterio de Cristo.

Por tanto, cuanto hemos dicho del carisma, vale para el examen de la autenticidad de la vocación, a lo menos en lo que se refiere a la exclusión del mal espíritu. Con todo, vamos a hacer algunas indicaciones, que esperamos puedan ser útiles al director en su trabajo de discernimiento y de ayuda a la vocación que atrae al consejo de vida evangélica pura.

El discernimiento que tiene que hacer el director es distinto del que tiene que hacer el obispo o superior religioso, que reciben y llaman exteriormente al candidato- Estos tienen que atender predominantemente a la aptitud; el director tiene que hacer su discernimiento y ayudar a hacerlo al dirigido mismo; sobre todo, a base de la consideración y examen del espíritu que mueve al dirigido hacia esa forma de vida.

Dado que la vocación, como hecho espiritual que es, está sometida a las vicisitudes del espíritu, será útil observar hasta qué punto los estados de consolación y desolación acompañan habitualmente a los pensamientos, positivos o negativos, respectivamente, acerca de la vocación.

En la mayoría de los casos, la vocación suele apoyarse inicialmente, de forma más o menos explícita, en alguna verdad concreta sobrenatural derivada de la revelación, que viene a ser el motivo de la vocación. Pero conviene notar que el motivo inicial puede ser todavía muy imperfecto y, con todo, ser auténtico. De ordinario, Dios atrae por el ejemplo sentido de quienes viven una vocación; en ellos les atrae Cristo. Esta atracción es buena. Con todo, a los principios se mezclan muchas veces motivaciones ajenas, impertinentes, naturales, interesadas, que no son tan puras. Ni la imperfección misma del sujeto permite en esos momentos otra cosa, apoyado como está en complejos mecanismos psicológicos. Por eso hay que tener especial cuidado en no excluir absolutamente por ello el que la primera y fundamental motivación sea verdaderamente sobrenatural y verdadera vocación. Es necesario discernir en el boscaje de motivos hasta llegar al radical y verdadero, si es que existe, para purificarlo lentamente de su mixtificaciones.

En algunos casos, el comienzo de vocación aparece siguiendo un proceso dialéctico, al parecer al menos, repentino e imprevisto. Hay casos en que un hombre pasa en muy poco tiempo de una vida mundana a una vocación de cartujo. En tales casos no hay que precipitarse, ni ser fácil en proclamar que tal vocación no sea auténtica, y mucho menos madura. Porque puede suceder que las premisas vitales estuvieran allá dentro del corazón desde mucho tiempo antes. Quizá incluso el director se había percatado, al menos vagamente, de su presencia, hasta el punto de que hasta preveía la posibilidad de tal desenlace que ahora los hechos confirman. Si así fuera, es claro que para él no ha sido tan repentino e imprevisto el cambio como pudiera parecerle a quien ignora totalmente las premisas.

En cambio, al proceso de maduración suele ser bueno que el dirigido adopte en su tenor de vida el estilo vital que corresponde lo más fielmente posible a la pretendida e iniciada vocación, de manera que puedan experimentarse las vicisitudes y repercusiones que semejante vida produce en el sujeto, examinando la variedad de mociones espirituales que vayan surgiendo, y que el dirigido mantiene claramente en conocimiento de su director. De esta manera se examina la autenticidad del espíritu bueno, que inclina predominantemente a esa forma de vida cristiana concreta. Los criterios indicados más arriba para reconocer la bondad del espíritu de una persona y los más específicos de los carismas, se deben aplicar también para el discernimiento del proceso madurativo de la vocación.

La vocación auténtica, cuando ha llegado a su madurez, suele presentar dos notas características:

- es gozosa en cuanto a la sustancia, aun cuando quizá esté asociada a algunas tribulaciones de espíritu o a otras aflicciones; la tristeza duradera suele ser signo negativo de vocación;

- es segura: cuanto más madura la vocación, tanto más profunda se hace la seguridad. Si no tiene seguridad, no está madura.

Observaciones complementarias.—Advierta el director que hay vocaciones propiamente espirituales; y, como 17 tales, se distinguen formalmente de las vocaciones institucionales. Estas últimas son propiamente eclesiásticas, sociales, funcionales. Esta distinción vale aun en el caso en que se dé esta última coincidiendo en la misma persona con su vocación espiritual. Por eso, el simple hecho de que una persona desee entregarse totalmente al Señor, no significa necesariamente que deba entrar en algún instituto establecido (sea religioso, sea secular). En algunos casos puede ser que baste la vida de continencia perfecta en medio del mundo como término del deseo de entrega al Señor. Queremos decir que se pueden concebir diversas formas de vocación a una vida de perfección evangélica: una observancia institucional o la simple virginidad y profesión evangélica personal en el discipulado de Cristo.

Los clásicamente llamados «consejos evangélicos» tal como tradicionalmente los entiende la Iglesia, pertenecen formalmente a una forma de vida cristiana, aunque también pueden ordenarse al crecimiento de la vida espiritual18.

Autor: Luis María MendizabalBase documental de Catholic.net

No hay comentarios:

Publicar un comentario